“Memorias de mi frenemy” es un relato de ficción sobre de acoso escolar que aborda el tema de las amistades complicadas y de las pasiones en torno a la amistad en la adolescencia, que pueden volverse crueles y desencadenar episodios traumáticos en la vida de una persona.
Por Angie, para Sociograma.net, de BuddyTool
Cuando me preguntan si he padecido bullying siempre digo que no, aunque es una verdad a medias. Sí que tengo un episodio bastante traumático y del que no he hablado nunca con nadie. De hecho, no me creo que haya alguien sobre la faz de la tierra que no haya sufrido bullying alguna vez. No a lo bestia o de forma continuada, por supuesto. Pero que tire la primera piedra al que no le hayan hecho alguna putada siendo niño o adolescente. Una de esas que te dejan totalmente descolocado, sobre todo porque no te acabas de creer que vengan de tus propios amigos. Léase que te den de lado, notar unas sonrisas cómplices sobre tu persona, que no te inviten a una fiesta mientras que a tu amiga sí la invitan, que actúen como si no estuvieras delante… Las opciones son múltiples. En mi caso, muchos años después, todavía me acuerdo de aquel día. Al igual que recuerdo perfectamente otras putaditas que hice yo también a otras niñas con esas mismas amigas que me darían la puñalada después a mí.
Personalmente, tengo una teoría de la enemistad en la infancia. Es una teoría propia y no contrastada más que por mi propia elucubración y subjetividad, por lo que no intento venderle la idea a nadie, sino más bien usarla como argumento para explicar mi historia. Mi teoría es que, en nuestra infancia, todos tenemos un archienemigo omnipresente. Un enemigo íntimo, un niño (o niña) que nos cae mal, con quien no nos llevamos, y con quien siempre hay un motivo de fricción. Ese niño, en adelante “frenemy”, y en mi caso niña, es a su vez, amiga y enemiga. Además, casi siempre suele ser también buena amiga de tu mejor amiga. Por tanto, aunque la mejor amiga seas claramente tú, ella siempre está ahí también. Por temporadas aparece y desaparece, y su papel es básicamente joder. O sea, interferir en la amistad que tienes con tu mejor amiga. Tú nunca entiendes por qué tu amiga aguanta a esa niña, pero lo cierto es que son muy amigas y se entienden a las mil maravillas.
Frenemy o Amienemigo es aquella persona con la que se mantiene una relación de amistad ambigua: aquel que se supone amigo y a veces lo es, pero que en realidad es una persona enemiga y con la que suele surgir rivalidad
Al estar con tu mejor amiga a todas horas, es normal que esta persona aparezca constantemente en el escenario. Incluso por temporadas, es posible que os llevéis bien y hasta os sintáis amigas. Pero es un sentimiento efímero y frágil, que en cualquier momento desaparece. Por poner una metáfora, la amistad con tu frenemy es como si fuera una capa de hielo muy fina, que en cualquier momento se puede romper y deja ver entonces lo que hay debajo: todo un océano de genuina enemistad, y todo el odio que puede sentir un niño entre la prepubertad y la adolescencia. Que es mucho, no nos engañemos.
Mi frenemy de la infancia y de cuyo nombre me acuerdo perfectamente pero no desvelaré en estas líneas, era también mi vecina, y vecina de mi mejor amiga. Esta proximidad nos llevaba a tratar muchas veces, en unos tiempos en los que sí salíamos a jugar a la calle. Y el roce en este caso no hacía el cariño, porque yo siempre recelaba de ella porque sabía que era una auténtica hija de puta. (Esto último no lo pensaba así por aquel entonces, se entiende. Lo traduzco ahora con la experiencia de la madurez). Mi frenemy era, además, una niña mala y conflictiva, de esas que beben y fuman desde los doce, y que “lo hacen” (el sexo) desde los catorce años, casi. O sea, una joyita, que diría cualquier madre.
En una infancia llena de episodios evitativos tanto de la una como de la otra, y de pequeños pulsos a ver quién era más amiga de mi mejor amiga, siempre salí ganando yo. Pero en algún punto, en ese limbo de la adolescencia, decidimos que no merecía la pena seguir luchando por ella, sino que era más práctico formar una pandilla, a la que por cierto ya se iban incorporando chicos. Y aquello molaba, para qué nos vamos a engañar: los primeros ligues, los primeros escarceos con el otro sexo… Todas estas experiencias hay que compartirlas en grupo y con otras chicas, para hacerlo más divertido y aprender más.
Aquellos fueron momentos bonitos y divertidos. Formábamos una pandilla bastante grande de chicos y chicas, y nos juntábamos para quedar a hablar, a tomar algo… Sustituimos el jugar por pasar el rato hablando y explicándonos los unos a los otros lo que se suponía que debíamos sentir en asuntos como la música, el sexo, nuestros padres, el alcohol… Era, al fin y al cabo, el despertar de una adolescencia repleta de posibilidades para divertirse y experimentar. Y ella, mi archienemiga, estaba allí, compartiendo conmigo ese momento tan vital y tan único.
Nuestra luna de miel, sin embargo, duró poco. Unos meses, quizá. Un año, máximo. Incluso podríamos decir que “fue bonito mientras duró”. Pronto comenzaron a salir a la superficie diferencias irreconciliables fruto de mi disentimiento a lo que ella proponía como religión y mantra vital. Resultaba que a mí no me convencía ese liderazgo que trataba de imponernos a todos. Nunca entendí ni compartí sus gustos ni planteamientos de la vida, que, por otro lado eran mucho más avanzados y complejos que los míos, supongo. Visto con distancia, debía ser ella una chica con muchos problemas, de esas niñas que se autolesionan, tienen bulimia, ataques de ira, ideas políticas revolucionarias, supuestos embarazos, pero que a la vez era capaz de darle un halo cool al asunto. Como si tener problemas molara, vaya. Y yo era mucho más inocente y niña que todo eso en ese momento. Ni la entendía ni la aprobaba, ni mucho menos aplaudía esos discursos repletos de planteamientos neuróticos y obsesivos. (Esta observación es de ahora, no de entonces).
Las diferencias entre nosotras se iban acusando con cada vez más fuerza. Y ahí es donde empecé yo a notar que me hacían algún vacío de vez en cuando. O me daba ella alguna mala contestación con idea de hacerme quedar mal frente a los demás. Así, y todo, no lo vi venir. Me dijeron que querían hablar conmigo. No recuerdo quién fue la portavoz, pero el mensaje al fin y al cabo era de todos, como pandilla. La convocatoria era en el sótano de su casa, un espacio bien acondicionado donde estábamos típicamente todos oyendo música, hablando de lo divino y de lo humano, o incluso jugando a La botella. Y para allá que fui, supongo que temiéndome lo peor.
Sinceramente, no me acuerdo de casi nada, y posiblemente lo que cuento es una reconstrucción posterior basada en la lógica. Al margen de detalles, lo importante que me dijeron que “me echaban”. Que, como grupo, habían decidido que no querían que siguiera yendo con ellos. No recuerdo las palabras exactas ni las caras de todos los que estaban allí, pero sí el hecho y el mensaje. También recuerdo estar, horas después, llorando en mi casa como una magdalena. Lo que no me encaja es que varias de esas amigas vinieron a mi casa después a buscarme, no sé muy bien a qué. Creo que a pedirme perdón o a ver cómo estaba… Mis recuerdos son muy difusos, casi como un sueño, pero quiero reconstruir desde mi visión adulta, que me dijeron algo así como que podía volver a la pandilla.
Todo lo que sé es que ese grupo terminó para mí aquel día. Lo mismo que mi mejor amiga, que dejó de serlo desde entonces, por más que siguiéramos viéndonos o tratándonos, solas o con más gente. Y también sé que nunca la perdonaré, y que me alegro de todo lo malo que les ha pasado a alguno de los miembros de ese grupo, que por cierto se disolvió en un suspiro tras mi marcha, disgregándose entre subgrupos a base de rencillas y de crueles expulsiones, imagino. Aunque desde aquel día aquello dejó de ser asunto mío. Mientras se sacrificaban los unos a los otros yo inicié otras amistades mucho más sanas y que todavía conservo a fecha de hoy.
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