“Deja a mi hija en paz” es un relato sobre de acoso escolar que aborda, desde la ficción, el tema de cómo puede afectar el bullying o los episodios de un presunto bullying a otras relaciones sociales, además de las de los propios niños. A menudo puede causar fricciones entre los progenitores de los menores implicados (víctima, verdugo y posibles testigos) además de salpicar en casa, generando discusiones entre los padres sobre cómo resolver una situación de acoso escolar.
Por Angie B. , para Sociograma.net, de BuddyTool
Sabía que lo que pasó aquella tarde iba a traerme problemas con mi marido. Lo sabía. Y así fue, desde el minuto uno. Me tenía que haber callado y punto. Pero no, fui incapaz de guardármelo para mí sola y pensé, erróneamente, que a lo mejor esa vez sí que recibiría su apoyo. Que me daría algunas pautas de actuación, algunos consejos. No del tipo Mansplaining, no. Tampoco es eso lo que me ayuda. Más que nada, porque mi marido no es machista ni piensa que yo sea estúpida o necesite una traducción de los hechos o explicaciones adicionales de lo que está pasando en el mundo. Pero, como cualquiera, a veces necesito apoyo. Ayuda. Otros puntos de vista. Sobre todo si me he bloqueado, algo que no me suele suceder más que en lo que concierne a mis hijos.
Justo como pasó aquella tarde (estúpida tarde, que fue un error), en la que me enzarcé con otra madre del colegio. Yo. La mamá tranquila y cien por cien afable, que (jamás) va a perder la compostura y que considera una ordinariez decir tacos, siquiera cuando uno está muy enfadado.
Pero aquella tarde sí me enfadé. Vaya si lo hice. Si fui grosera o contestataria, quizá ya sea un asunto de opinión.
—Mira, me vas a perdonar, bonita, pero te tengo que decir que no tienes razón—le dije a la tal Maricarmen (ella lo pone así; firma así, todo junto en los mails y grupos de WhatsApp).
Para mí, decir eso, llamarle a alguien “bonita” en ese tono, es poco más que llegar a las manos. Y, además, no me quedé ahí. Porque no estaba yo para aguantar tonterías ni falsas acusaciones, ni mucho menos para presenciar que una señora se ponía a chillar a mi hija y a regañarla de malas maneras, en mi propia cara. Pero bueno, ¿estamos locos, o qué?
—Tú no eres quien para decirle nada de mi hija, ¿estamos? Ni mucho menos para darme lecciones a mí—continué—. Porque tú no sabes nada. Es más, no tienes ni idea de lo que hablas —me quedé con ganas de decir “ni puta idea”, pero me corté un pelo—. La niña no le ha hecho nada a tu hijo, porque yo lo he visto – continué—. De hecho, yo he estado todos los días aquí en el parque con ellos, cosa que tú no, y sé perfectamente lo que está pasando. Tú no vienes nunca porque mandas a la chica en tu lugar. Y ella se dedica a mirar el teléfono y no le hace ni caso al niño. Somos las demás madres las que estamos pendientes y hasta las narices, por cierto —otra vez me volví a reprimir para no decir “hasta los cojones”—, de que tu hijo esté todo el día pegando patadas e insultando a los demás niños. O sea, a nuestros hijos—recalqué.
Una vez envalentonada, tuve que tragar saliva antes de continuar. Notaba cómo me iba encendiendo cada vez más y más; y hasta roja me sentía, por la rabia. Era como si, directamente, me hirviera la sangre. Supongo que estaría tan roja como ella, aunque lo suyo debería ser por vergüenza.
—Mi hijo está perfectamente vigilado, en todo momento—replicó—. En cambio, tu hija se ve que no—continuó en un tono que pretendía ser de mofa—. ¿Pero no has visto que ella y su amiga han empezado a insultarlo y han salido corriendo, riéndose después? Eso no lo has visto, ¿no? —me preguntó de malas maneras— ¿O es que estás ciega? Porque tú eres muy lista, sí, pero también ciega, me parece a mí.
—¡A ver si la ciega vas a ser tú, además de sorda! Porque parece que no me estás oyendo—. ¡Que dejes a mi hija en paz, te digo!— le respondí medio gritando—. ¡Que tu hijo es un tocanarices, hombre!, ¿o es que no lo conoces? Está todo el día molestando a los demás niños. ¡Es lógico que respondan así y huyan de él, porque no lo soportan!
Tras la discusión, no tardé en llevarme a mi hija para el coche. Estaba llorando y muy nerviosa. ¿Cómo se puede apabullar a una niña pequeña así? ¡Que sólo tiene diez años la cría! Esta madre la había acusado de “acosar” a su hijo. Además, no hoy, sino todos los días. ¡Pero si la única que estaba acosando era ella! ¿Qué podía haber más rastrero que hostigar a un niño así, presionándolo psicológicamente con acusaciones, frente a su propia madre y todo un grupo de niños? ¿Pero qué se había creído esa mujer?
—Lo insultáis todo el tiempo en el colegio, os burláis de él y lo dejáis de lado, y el niño viene llorando a casa muchas veces—la acusó delante de mis ojos, reclamándola tanto a ella como a mí—.
La pobre criatura no supo qué decir. De hecho, ante la mirada inquisidora e interrogante de “¿es eso verdad, hija?” que pudo leer en mis ojos- , se limitó a pedir perdón a la madre del niño tocanarices. “Porque el abusón y pegón era él, perdona”, le aclaraba horas después en casa a mi marido.
—Lo siento, ¿le puedo pedir perdón?— dijo la pobre con un nudo en la garganta, buscando una solución ella misma—. ¡Pero yo no le he hecho nada!—añadió, ya llorando—. Él se estaba peleando con María, se han pegado y luego María estaba llorando, y yo he ido a ver si estaba bien—continuó, en un amago de defenderse ante la situación.
Fue entonces cuando decidí yo poner orden, preguntado que “a ver, a ver, qué estaba pasando ahí” y qué le estaba diciendo esa señora a mi hija. “Que lo que tuviera que decir, mejor me lo dijera a mí, directamente”. Pero eso mi marido eso no lo entiende. Según él hubiera sido mejor activar una vía diplomática. O sea, no hacer nada. Aguantarnos y no hablar. Tolerar que una tía insulte a nuestra hija.
—O sea, que tenemos que soportar lo que esa loca diga, y ya está, según tú, ¿no?—le pregunté yo.
—Pues sí, lo que no puede ser es pelearse con otra madre delante de los niños, en plan verduleras.
—Yo no me he peleado con nadie. Me he limitado a ser asertiva—aclaré—. Y, desde luego, si por ti fuera dejarías que nos pisaran, pero yo no. Esto no va a quedar así, desde luego.
—¿Y qué piensas hacer? No se te ocurra hacer ninguna tontería que nos ponga en evidencia.
—¿Una tontería? ¿Pero tú qué te crees? ¿Por qué no lo resuelves tú, por una vez? ¡Que también es tu hija!
—No tengo ganas de discutir. Yo ya te he dado mi opinión—resolvió, para zanjar el asunto, marchándose al salón, pero para volver inmediatamente después—. ¿Y por qué no le mandas un mensaje conciliador a la otra madre?
—¿Un mensaje de qué tipo?
—Pues en plan intentando aclarar las cosas. Desde luego, lo que no nos conviene es estar en guerra con ningún padre. Más que nada, por la niña.
—Bueno, no me parece mal. Pero eso no quita que avise al colegio, pida una reunión con el director, o monte la de Dios si las cosas se ponen feas. Avisado estás. Porque yo lo que no voy a consentir que amedrenten así a nuestra hija. Tú podrás opinar lo que quieras, y esconderte, como siempre, ante los problemas.
Este es el mensaje que mandé a Maricarmen.
Después de tres días, todavía estoy esperando respuesta, y eso que a mi marido le pareció bien mensaje. Error, porque ahora tengo un problema con esa señora, y un buen cabreo con él, que es incapaz de tomar ninguna iniciativa para resolver nada de los niños.
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