“Cruzar la línea” es un relato sobre acoso escolar de ficción
Por Angelina B. para Control-Parental,  de BuddyTool

 

Ser o no ser no es la cuestión.  La cuestión es cruzar o no cruzar la línea, con independencia de quién seas—me dijo aquel día mi hermano en confianza.  Habíamos salido fuera a la plazoleta, y se había encendido un cigarro mientras mi madre recogía la cocina.  Hacía unos días me había confesado que fumaba y a mí no me parecía bien, pero lo entendía.  A los dieciséis ya muchos fumaban—¿Tú te atreverías a matar? ¡Yo sí!—aseguró.

—Venga ya—le respondí yo, aunque dudando casi más de mí que de él.  Ya le había visto hacer muchas cosas, pero tanto como matar, no.  Al menos a una persona.  A un perro, ¡como mucho!— ¿Cómo que matar?

— Sí, matar, ¡matar!  Es tan fácil como decir “lo voy a hacer”.  Y una vez la decisión está tomada, sólo queda elegir el método.  Y cuando quieras, te lo demuestro.

Se hizo un silencio mientras le daba unas caladas al cigarro, ofreciéndome a mí también si lo quería probar.  Le dije que no, arriesgándome a parecer un poco pringado, pero yo todavía era pequeño.

—Venga, te dejo elegir la forma y la persona.  Me da igual quien sea—juró con solemnidad.

Para compensar el no haber fumado tiré la bomba, dejándolo caer ahí, pensando que no lo haría.  Porque yo estaba de broma, eso seguro.

 

–“Un cuchillo.  A mamá”.

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Mi madre siempre dijo que mi hermano era malo. Ya desde pequeño tiraba piedras a los gatos e incluso le sacó los ojos a un pájaro que posiblemente mató él mismo, aunque dijo que ya se lo encontró muerto.  No sentía asco por la sangre, ni lástima, ni miedo a la bronca de después.  Muchas veces le ha caído una buena por eso.   También por prender fuego a cosas, y hacer maldades, como meterse en casa de la vecina y destrozar todas las plantas de su terraza.   A mi padre le tocaba sacar el cinturón más de una vez cuando se ponía burro.  Y mamá no hacía más que gritar para que mi padre parara, pero no le hacía ni caso. Supongo que se lo merecía, pero a mí también me daba pena.  Y sobre todo, miedo, no fuera que me tocara a mí después, por hablar.

Mamá no lo sabía, pero yo a veces ayudaba a mi hermano porque siempre he querido ser como él y sus amigos: chulos, fuertes…  Que nadie se meta conmigo y gustar a las chicas.  Y para eso a veces hay que hacer cosas de valor. Como acorralar a un niño y pegarlo una paliza, por ejemplo, me explicaba mi hermano.  O incluso amenazarlo de muerte.  “Así no se te sube a la chepa y se caga cada vez que te ve”, me aseguraba.  “Es la mejor manera de controlarlo, con amenazas.  Además tienes a tus amigos ahí, que te apoyan, y nadie te va a delatar”.

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“Tema tabú donde los haya, la sociedad elige no hablar ni saber sobre el parricidio, quizá porque es algo que apenas sucede y va contra natura”.  (Voz en off)

—Suele relacionarse con algún trastorno mental grave. Generalmente se da en esquizofrénicos— explicaba la psicóloga Amaya Brimes ante las cámaras—. Aunque también pueden cometerlo los psicópatas, y en este caso no tienen ninguna alteración de la conciencia; es que simplemente son así:  disfrutan haciendo el mal—sentenció—. Una tercera posibilidad estaría en los casos de neurosis graves o como consecuencia del consumo de sustancias, tanto por abuso o intoxicación aguda, como por omisión y síndrome de abstinencia en los casos de drogodependencias.

Pude ver a mamá en la tele, cubierta por una sábana mientras se la llevaban. “Las cámaras no tenían que haber grabado eso”, le oí decir a papá, llorando. Pero lo hicieron a las pocas horas de presionarme y de zarandearme fuerte por los hombros para que contara lo que había pasado.  Papá estuvo a punto de desmayarse cuando vio a mi hermano con el cuchillo ensangrentado.  Según se vio descubierto, él me dio el cuchillo y me acusó.

—¡Fue él!  ¡Él la mató!  ¡Yo he intentado salvarla, pero ya estaba muerta! ¡Ya la encontré así!”—se defendió.

En la tele, la camilla con mamá traspasaba la línea que separaba nuestra casa del mundo exterior.  Con el tiempo, veo que nosotros también habíamos cruzado una línea cuando decidimos matarla.  Aunque yo creía estar jugando, después de siete años en el centro de menores, todavía hoy me hago la misma pregunta:

—En realidad, ¿quién la había matado?, ¿él o yo?  En realidad, ¿quién pegaba a esos niños al salir de clase?, ¿él o yo?

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